Miércoles, 11 de Julio de 2012 05:03, Escrito por Iván Molina Jiménez (Historiador)
Contrario a lo expuesto por el sociólogo Manuel Solís, a muy corto plazo, diversos conflictos sociales –en particular las masivas movilizaciones de 1983 contra el alza en las tarifas eléctricas– obligaron al nuevo gobierno de Luis Alberto Monge (1982-1986) a moderar el proceso de ajuste de la economía y a poner en práctica políticas como las imaginadas por Rojas. Esta estrategia se combinó con otro cambio que ninguno de los investigadores consideró: la expansión estatalmente patrocinada del solidarismo, como una forma de organización laboral que enfatizaba en la colaboración de empleados y patronos.
Imaginar cómo la crisis económica podría afectar al Estado, al sistema político y a la democracia costarricense constituía una tarea fundamental. Por esta razón, varios investigadores asumieron el desafío de discernir los escenarios correspondientes. Para el economista Francisco Esquivel, ya en 1980 se había iniciado en Costa Rica una desestabilización política que podría requerir respuestas de carácter militar. De manera similar, Rovira sostuvo:
II parte
“…de no producirse modificaciones en la ruta política oficial con la que se pretende encarar la crisis, el deterioro de nuestra vida económico-social, lento pero continuo, día con día y en el transcurrir de los próximos años, puede conducir a un colapso irreversible del tipo de organización política característica de Costa Rica por mucho tiempo…”
La versión más radical de estas imaginaciones fue la del sociólogo José Luis Vega Carballo: con el reciente colapso de la democracia en Chile, Uruguay y Argentina como marco de referencia, advirtió que en Costa Rica podía darse una desviación antidemocrática y autoritaria conducida por una coalición de privilegiados al servicio de poderosos intereses nacionales y extranjeros. Agregó, además, que “de seguirse por esa ruta, cuyos primeros tramos ya hemos comenzado posiblemente a recorrer en Costa Rica –y muy velozmente–, es probable que se produzca una reorganización (incluso violenta) del sistema político económico vigente bajo dirección de una amalgama neoconservadora de clases burguesas y medias ansiosas de mantener sus status y privilegios”.
Después de dar a conocer el escenario precedente, Vega Carballo consideró oportuno aclarar que no era su intención “alentar el fatalismo”; sin embargo, es evidente que, en su conjunto, los académicos mencionados avizoraban el futuro cercano de manera muy poco optimista, perspectiva reforzada por la concepción que tenían acerca de la limitada capacidad reivindicativa de los sectores populares.
En contraste con quienes preveían un inminente colapso democrático, resalta el caso de Corrales, cuya preocupación principal era que –como efectivamente ocurrió– la democracia costarricense impusiera límites institucionales a la transformación, en un sentido neoliberal, de la economía.
Subvalorar la influencia de ese condicionamiento democrático fue resultado, en buena medida, de enfoques que, al privilegiar el análisis estructural, tendían a minimizar o a dejar de lado el papel que podían jugar, en la reforma económica, los grupos sociales y los partidos políticos (esto último fue debidamente notado por Rovira).
De hecho, los análisis académicos aquí considerados perdieron de vista no sólo los procesos que conducirían a los importantes conflictos sociales de 1983, sino también las negociaciones que culminaron con la fundación del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC) y sentaron la base para el bipartidismo que prevaleció durante el resto de la década de 1980 y la de 1990.
Tampoco advirtieron que, en correspondencia con la expansión del Estado entre 1950 y 1978, una transformación neoliberal de la economía podía originar, como al final sucedió, una nueva generación de entidades estatales.
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