Leonardo Garnier
Ministro de Educación Pública, Costa RicaTodos los años nos reunimos aquí, cada once de abril, para celebrar a nuestros héroes de la Campaña de 1856 y 1857. Celebramos el heroísmo del Presidente Juan Rafael Mora, del General Cañas y, en particular, celebramos al héroe sencillo, al tambor de piel oscura que simboliza, con su valentía personal, el heroísmo a tantos compatriotas que arriesgaron sus vidas por defender la libertad de sus hermanos y de nuestro país.
Héroes todos, algunos con nombres que recordamos hasta hoy, otros anónimos, héroes todos que hoy, 156 años después, recordamos con respeto y admiración.
Pero no siempre tratamos así a nuestros héroes.
El heroísmo de los Mora y Cañas solo fue reconocido mucho tiempo después y, de hecho, ambos héroes murieron fusilados en forma humillante y vergonzosa por el propio ejército costarricense, a menos de cinco años de las gloriosas batallas de Santa Rosa y Rivas. Sus cadáveres estuvieron a punto de ser arrojados al estero de Puntarenas y fue solo por la decencia de unos pocos, que hoy sus restos descansan en el Cementerio Nacional.
No quiero decir con esto que Mora fuera un Presidente sin mácula, un estadista perfecto, un hombre que no cometiera errores ni tuviera faltas reprochables. Probablemente las tuvo pero ¿justificaban esas faltas su derrocamiento, su fusilamiento, su humillación y –por muchos años– su destierro de la historia patria? ¿Mereció don José María Cañas – salvadoreño que dio sus mejores gestas a esta Costa Rica – la muerte y el escarnio al que fue sometido?
Hoy, es cierto, los celebramos como héroes. Ellos nunca lo supieron en vida. Pensemos hoy qué pueden haber sentido ambos aquel 30 de setiembre, cuando los rifles de su propio ejército abrían fuego contra sus pechos. ¿Cómo habrán pensado Juan Rafael Mora y José María Cañas que serían recordados por la historia? ¿Como héroes, constructores de nuestra libertad y soberanía... o como traidores a la patria? Lo que hoy sabemos nosotros, nunca lo supieron ellos. Su último aliento no lo vivieron siendo reconocidos como héroes, sino como traidores intrigantes.
La historia suele ser así: crucificamos en vida a quienes luego, ya ausentes, queremos aprovechar como héroes. Los queremos héroes cuando ya no pueden saberlo, cuando ya no pueden actuar, cuando ya no podrán usar su rango heroico para hacer nada. Cuando son solo un recuerdo inofensivo.
¿Y qué del soldado Juan? ¿Habrá sentido en algún momento esa admiración patriótica que hoy nos congrega aquí? ¿Se habrá sentido héroe alguna vez? ¿Lo habremos tratado con respeto en vida?
Y aquí quiero dirigirme muy especialmente a las y los estudiantes que nos acompañan, a la juventud de nuestro país que se codea diariamente y sin saberlo con quienes algún día serán considerados héroes de la patria. Mañana, o tal vez un poco más tarde, alguno o alguna de sus compañeras de clase, de sus amigos o tal vez incluso algún estudiante de los que no nos cae tan bien, pasará a la historia por haber mostrado el valor, el ingenio, la bondad o la perseverancia necesarias para cambiar con sus actos y su ejemplo la historia de Costa Rica. No sabemos hoy quién será... pero alguno, alguna será. ¿Cómo le tratamos hoy?
La pregunta no es retórica: un problema recorre nuestras escuelas y colegios, una enfermedad que no es nueva ni exclusiva de los costarricenses, pero que al igual que en otros países se agrava en ciertos momentos: no nos tratamos bien o, más bien... nos tratamos mal, nos ofendemos, nos agredimos, nos humillamos.
Ocurre en todos los niveles de la sociedad: ocurre entre adultos tanto como entre jóvenes; ocurre en las familias y en las oficinas. Ocurre en la calle. Pero también ocurre –y esto es particularmente grave– en la escuela y en el colegio: ahí donde se supone que debemos aprender a vivir y a convivir, estamos aprendiendo más bien a vivir con miedo, a vivir bajo amenaza... o amenazando; a vivir con temor de que nos humillen o nos agredan... o a vivir como dueños o dueñas de la agresión.
La escuela y el colegio pueden ser el entorno ideal para aprender a vivir y convivir con los demás, para aprender a respetarnos y querernos, para aprender que los conflictos pueden resolverse siempre de una mejor manera, dialogando y no imponiendo, respetando y no humillando, cediendo un poco todas las partes, y no buscando que una prevalezca sobre las demás. Eso debiera ser la escuela: escuela para la buena vida.
Pero no siempre es así. La escuela y el colegio pueden ser lugares temibles para muchas y muchos estudiantes. Es en la escuela y el colegio donde pequeñas diferencias se convierten en la fuente odiosa de la burla, la discriminación, el aislamiento o la agresión. Ser un poco más flaca o un poco más gorda, un poco más alto... o más bajo, un poco más blanco o un poco más negra, tener algún problema de dicción, algún rasgo peculiar –pueden bastar unas pecas– es suficiente para que surja el apodo, el choteo, la burla, el maltrato y, con ellos, el miedo.
Pensemos solamente en el soldado Juan, adolescente, en uno de nuestros colegios: ¿recibiría tratamiento de héroe, o el trato discriminatorio que sufren diariamente muchos jóvenes de hoy? ¿Qué harían los docentes si Juan fuera –como tantos Juanes y Guillermos, Vanessas y Gabrielas de hoy– un joven que sufre de la discriminación, del acoso, del bullying o matonismo de sus compañeros?
¿Cómo actúan nuestros docentes frente a esta epidemia de miedo que unos aprovechan para sentirse fuertes y populares, aprovechando algún rasgo particular de sus compañeros y compañeras para marcarlos, para diferenciarlos, para aislarlos y humillarlos?
Algunos –sin duda– actúan bien y se enfrentan a estos problemas con la madurez y responsabilidad que se amerita. En muchos casos, sin embargo, los adultos nos comportamos de la peor forma, agravando en lugar de enfrentar y resolver el problema. ¿Cuántas veces los profesores repiten en público y con tono jocoso el apodo de un estudiante? “Vos, Palito, pasá a la pizarra”, “A ver, piernas de leche, cómo resolvés este problema? Y entonces, a las risas generalizadas de los compañeros se suma la sonrisa burlona del maestro, de la maestra... que así –y probablemente sin darse cuenta– busca congraciarse con aquellos estudiantes a los que también él o ella les tiene algo de miedo. Así funciona el miedo: nos somete.
Nos somete el miedo a quienes creemos más fuertes. Y nos somete aún más el miedo al colectivo, el miedo al grupo. Y cuando el grupo tiene además un liderazgo negativo, las cosas son mucho más difíciles para las víctimas: habrá agresores, habrá promotores y azuzadores de la agresión, habrá público que goce del circo y habrá incluso testigos que se sentirán mal de lo que ocurre pero que tendrán también tanto miedo que difícilmente levantarán la voz... o la mano para detener aquello.
Juan Santamaría levantó la tea.
Juan Rafael Mora y José María Cañas levantaron a un país y se enfrentaron a la agresión que amenazaba con robarnos nuestra identidad, nuestra libertad.
Pero ¿quién habría levantado la voz si aquel jovencito de piel morena hubiera sido maltratado en la escuela? ¿Quién levanta hoy la voz cuando un estudiante es humillado o acosado?
¿Quién se habría atrevido a cuestionar aquel 30 de setiembre la orden de fusilamiento? ¿Cómo dispararon los soldados contra quienes les habían guiado en la gesta libertaria?
¿Quién se atreve hoy a señalar las agresiones que sufre una compañera, un compañero? Esto ocurre a vista y paciencia de todo el mundo. Todos ven estas agresiones, muchos hasta las celebran pero ¿quién las enfrenta?
En otras palabras ¿dónde están esos héroes cotidianos que son capaces de enfrentar el miedo, que son capaces de distinguir el bien del mal y levantar su voz cuando ven que en su propia escuela, en su propio colegio se comete una injusticia? Porque también consiste en esto la educación cívica bien entendida: saber convivir no significa solamente aprender a evitar los conflictos o las confrontaciones, significa también –y sobre todo– saber enfrentar esos conflictos del lado de la justicia, del lado de las víctimas, del lado de la solidaridad, del lado de la fraternidad.
Tenemos que aprender desde muy pequeños que todos somos diferentes y que eso no nos hace ni mejores ni peores; nos hace, simplemente, diferentes, nos hace más interesantes. Unos somos más bajos o más altos, más flacos o más gordos, más achinados, más oscuros o más claros de piel, con pelos lacios, crespos, cortos, largos... con ojos tan diversos como nuestra historia misma. En pocos lugares es esto más evidente que en nuestras escuelas y colegios, que son un arcoíris de diversidad. No permitamos que algo tan hermoso sirva de base y dé sustento al miedo, a la discriminación, al poder de algunos y la soledad amarga de otros.
A veces hablamos de tolerancia: hay que ser tolerantes con las diferencias, decimos. Creo que debemos ir mucho más allá: tolerar no es suficiente. Hay que disfrutar las diferencias, hay que gozarlas, hay que comprender que es precisamente esa diversidad la que hace tan rico el potencial que tenemos como comunidad nacional. Es algo que tenemos que aprender desde muy temprano y, sobre todo, desde la escuela, desde el colegio.
Al soldado Juan, al General Cañas y al Presidente Mora, les habría gustado saber a tiempo que algún día sus compatriotas los reconocerían como héroes. Aprendamos a ser héroes desde temprano, aprendamos a reconocer el heroísmo desde el primer momento, cuando lo tenemos al lado.